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La importancia del ayuno en la cuaresma


 


El ayuno es fundamental para la vida del cristiano: porque le permite vaciarse de sí mismo, de sus deseos soberbios, de sus pretensiones equívocas de sentido, de sus alienaciones, de sus evasiones. Y esto lo lleva a reconocerse no autosuficiente, de modo que puede mirar hacia su Dios y Creador. He aquí la radicalidad del mensaje de Jesús: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16, 24).

Ahora bien, la práctica del ayuno también implica riesgos –por demás muy conocidos y que son lo que ha llevado a restarle importancia– como el de envanecerse por considerarse mejores que los otros, el legalismo (para cumplir), la vanidad, la tacañería, etc.

Para evitar tales riesgos, para lograr que el ayuno tenga un sentido pleno y agrade a Dios, debe estar acompañado de la limosna y la oración (las otras dos armas que la Iglesia nos propone especialmente en la Cuaresma, pero con las que deberíamos contar cada día). Y esto no es una imposición, nos son tres requisitos que hay que cumplir, sino que es un juego que se da de manera natural: cuando nos negamos a nosotros mismos, nos reconocemos creaturas (ayuno) y vivimos la relación directa con Dios, nuestro Creador (oración). Al vivir esta relación, tenemos experiencia de su amor y misericordia, y la riqueza de la que nos llena esta experiencia se hace fecunda en la caridad con el prójimo (limosna).

El ayuno es, pues, una práctica que nos pone en el camino de seguimiento de Jesús, en comunidad, hacia el Padre. Pero también es una práctica concreta que nos lleva a replantear nuestra relación con nosotros mismos, con los otros y con el mundo; involucra todas las dimensiones de nuestro ser.

Si queremos enriquecer nuestra vida, limpiarla de tanto consumismos, ¡practiquemos el ayuno, la limosna y la oración!


 

 

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