El título de la presente reflexión se inspira en una exhortación que el apóstol Pablo dirige a su fiel amigo, discípulo y colaborador Timoteo en las dos cartas que lo tienen como destinatario y que se atribuyen al Apóstol (cf. 1 Tm 4, 14; 2 Tm 1, 6). Si aceptamos el auténtico origen paulino de estas cartas, tendríamos que ubicarnos en los últimos años de la vida de san Pablo (entre los años 65-67, poco antes de su martirio). Concretamente la segunda carta a Timoteo sería, en práctica, el testamento espiritual del Apóstol. Este carácter testamentario le atribuye un significado y matiz muy especial a las exhortaciones y recomendaciones que Pablo hace a su hijo espiritual, que será también su sucesor y recibirá su legado en la tarea de la animación pastoral de las comunidades paulinas, sobre todo en el contexto de Asia Menor.
La invitación a “reavivar el don de Dios” que había sido comunicado a Timoteo mediante la imposición de manos por parte de san Pablo, trae consigo el reconocimiento de dos realidades estrechamente relacionadas e inseparables: por una parte, un don o carisma, que es aquel valor permanente que se debe guardar y cultivar, y por otra parte también la tarea de “reavivarlo”, es decir, un compromiso de actualizarlo dinámicamente según los nuevos y distintos contextos de lugar o de tiempo. El carisma es perdurable, mientras que el modo de vivirlo y de ponerlo al servicio de la comunidad cristiana debe cambiar, debe reavivarse y renovarse continuamente, para que responda efectivamente a las urgencias y necesidades pastorales de los cristianos de todos los tiempos, y en los diversos escenarios geográficos y culturales en los cuales están llamados a vivir su fe y su vocación cristiana.
La espiritualidad paulina en las circunstancias actuales:
Las anteriores precisiones nos permiten adentrarnos en el tema, que básicamente pretende descubrir cómo la espiritualidad que nos dejó el apóstol Pablo en el testimonio de su vida, de su obra y de sus escritos inspirados, pueden arrojar una luz de esperanza en medio de las actuales circunstancias que padece la humanidad entera. La masiva difusión y contagio del Covid-19 ha provocado en muchas personas, incluidos los creyentes, naturales sentimientos de angustia y preocupación ante el presente y serios temores ante un futuro incierto cargado de crisis en los más variados ámbitos de la existencia, desde los más materiales y físicos, como la situación económica, la salud y el bienestar, hasta los más trascendentales y espirituales como el sentido mismo de la vida, del sufrimiento y de la muerte. Frente a esta situación, la fe cristiana no nos exime de afrontar estas crisis y tribulaciones, pero sí nos ofrece algunas certezas y seguridades que nos pueden infundir paz y serenidad, para afrontar con optimismo y esperanza lo más difícil de esta prueba.
Las enseñanzas del apóstol Pablo contienen riquezas maravillosas, que son como aquel carisma o don perdurable que viene con la fe y la vocación cristiana; y que pueden hoy ser reavivadas, aun en tiempos de zozobra e incertidumbre como las causadas por la actual pandemia que azota a todos nuestros pueblos y naciones.
Hablar de espiritualidad paulina, que es equivalente a decir espiritualidad cristiana, significa hablar de vida en el Espíritu; es decir, aquella actitud habitual de docilidad a las mociones e inspiraciones del Espíritu Santo en nosotros, a través de las cuales nos quiere orientar por el camino de la voluntad de Dios. En efecto, “si ustedes se dejan conducir por el Espíritu, ya no están bajo la ley… Y el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza…” (Gál 5, 18-23). Esta vida nueva del creyente, guiada por la luz del Espíritu Santo, vence los temores y obstáculos que se presentan, pues es una vida colmada de paz y presencia de Dios: “el Espíritu es vida a causa de la justicia. Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en ustedes, Aquel que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos les dará también la vida a ustedes, por su Espíritu que habita en ustedes.” (Rm 8, 10b-11).
Hablar de espiritualidad paulina es hablar de la firme convicción de que “la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte.” (Rm 8, 2). Y el misterio pascual de Cristo, al que somos injertados los creyentes mediante el bautismo, nos permite sentirnos más que vencedores, frente a todo aquello que pudiera poner en riesgo nuestra salvación eterna y nuestra paz verdadera. La firme convicción del Apóstol acerca de la verdad de la resurrección del Señor (cf. 1 Cor 15, 3-4.12-20), aporta a la vida del creyente la plena confianza de saber que nada ni nadie nos puede separar de ese amor de Dios manifestado en Cristo: “¿Acaso la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?... En todo eso salimos victoriosos gracias a aquel que nos amó.” (Rm 8, 35-37).
La experiencia del amor de Dios, que es sinónimo de gratuidad, es una de las notas más representativas y típicas de la espiritualidad cristiana en la enseñanza paulina. Y el Apóstol fue el primero que se sintió profunda y tiernamente amado por Dios, desde el momento mismo en que Cristo Resucitado salió a su encuentro en el camino hacia Damasco, sin mérito alguno de su parte (cf. 1 Tm 1, 12-17), y en esa certeza del amor divino encontró la fortaleza necesaria para afrontar todas las tribulaciones y persecuciones que le trajo consigo su ministerio apostólico: “El amor de Cristo nos apremia, al considerar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron. Y murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos.” (2 Cor 5, 14-15). “La vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí.” (Gal 2, 20b).
Por eso, hablar de espiritualidad paulina es también hablar de una configuración con Cristo que hace posible llegar a exclamar: “Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí…” (Gál 2, 20a), y también: “Para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia.” (Filp 1, 21). Cuando se sabe a ciencia cierta que nuestra existencia sólo alcanza sentido en la plena e íntima comunión con Cristo (cf. Gal 4, 19), entonces no se cede ante el fracaso o la angustia de las pruebas de esta vida, y más bien se les puede considerar como motivo de gloria y de honor: “Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en “Sé de un hombre en Cristo [dice Pablo, hablando de sí mismo en tercera persona] el cual hace catorce años -si en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe- fue arrebatado hasta el tercer cielo. Y sé que este hombre -en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe- fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que el hombre no puede pronunciar. De ese tal me gloriaré; pero en cuanto a mí, sólo me gloriaré en mis debilidades.” (2 Cor 12, 2-5). Hablar de la espiritualidad del apóstol Pablo es hablar de la firme convicción de que Dios tiene un mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte.” (2 Cor 12, 9b-10).
Pablo supo hacer experiencia de Dios, precisamente en medio de las más adversas y difíciles circunstancias que a cualquiera otro hubieran desanimado y hecho perder la fe.
“Sé de un hombre en Cristo [dice Pablo, hablando de sí mismo en tercera persona] el cual hace catorce años -si en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe- fue arrebatado hasta el tercer cielo. Y sé que este hombre -en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe- fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que el hombre no puede pronunciar. De ese tal me gloriaré; pero en cuanto a mí, sólo me gloriaré en mis debilidades.” (2 Cor 12, 2-5).
Hablar de la espiritualidad del apóstol Pablo es hablar de la firme convicción de que Dios tiene un plan, un proyecto, especialmente diseñado para la salvación de todos, no sólo de un grupo selecto de élite, pues el Dios que desea que podamos llevar una vida tranquila y apacible, es el mismo Dios “que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad.” (1 Tm 2, 4). Esta visión tan positiva, universal y entusiasta acerca de la salvación que Dios quiere para todos sus hijos e hijas, nació también de su propia experiencia personal, compartida luego por sus hermanos de las comunidades animadas por él, por eso podía afirmar: “Pero Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo -por gracia ustedes han sido salvados- y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Pues ustedes han sido salvados por gracia mediante la fe; y esto no viene de ustedes, sino que es don de Dios…” (Ef 2, 4-8).
Hablar de la espiritualidad que animó al apóstol Pablo y que a su vez enseñó como proyecto de vida para todo discípulo de Jesús, significa hablar de un celo apostólico que impulsa a salir en misión, que nos saca de nuestras comodidades y adormecimientos para inundar de la Buena Nueva de Cristo el corazón de toda persona y de todos los pueblos. Precisamente porque se trata de un Evangelio que anuncia salvación y vida en plenitud, y por eso renueva la esperanza del mundo entero, es una proclamación que no puede quedarse encerrada ni escondida, no puede ser aprisionada por el miedo, como decía el Apóstol: “Por Cristo estoy sufriendo hasta llevar cadenas como un malhechor, pero la Palabra de Dios no está encadenada.” (2 Tm 2, 9). Y también: “Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio.” (1 Cor 9, 16).
Hablar de la espiritualidad paulina significa, en último término, hablar de la profunda convicción que sostiene la fe del creyente en que la muerte no es el final, sino un paso necesario para el encuentro definitivo con Dios; que el destino final que nos aguarda es de vida eterna y estar para siempre con el Señor (cf. 1 Tes 4, 17). Por eso, para quien sigue las huellas de Cristo, al estilo de Pablo, la muerte nos es desgracia ni tragedia, es la oportunidad de cumplir la voluntad de Dios que nos ha predestinado a la salvación, pues “Dios no nos ha destinado a la cólera, sino a obtener la salvación por nuestro Señor Jesucristo, que murió por nosotros, para que, velando o durmiendo, vivamos juntos con Él.” (1 Tes 5, 9).
Conclusión:
Las certezas y las convicciones profundas que animaron la vida y obra del apóstol Pablo, y que señalan el paradigma de la auténtica espiritualidad cristiana, pueden ser para todos nosotros hoy, un buen punto de referencia e inspiración ante el desafío que nos plantea la dura prueba de pandemia universal que estamos afrontando. Si las condiciones de vida que nos rodean hacen tambalear el ánimo y la paz de nuestros corazones, podemos acudir a la fuente de la espiritualidad cristiana y paulina para encontrar en ella motivaciones y razones para la esperanza. De esta prueba todos podemos salir mejores, de esta prueba podemos aprender lecciones valiosas para el futuro; esta prueba trae oportunidades para hacernos mejores personas y más auténticos cristianos. Esta prueba, de ninguna manera es castigo de Dios ni desgracia sin sentido; puede ser, más bien, ocasión providencial para crecer y madurar humana y espiritualmente, convencidos como san Pablo de que “en todas las cosas interviene Dios para el bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio.” (Rm 8, 28).
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