PRIMERA LECTURA
De la Primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 15, 35-37.42-49
Hermanos: Alguno preguntará: “¿Y cómo resucitan los muertos? ¿Qué clase de cuerpo traerán?”. ¡Necio! Lo que tú siembras no recibe vida si antes no muere. Y, al sembrar, no siembras lo mismo que va a brotar después, sino un simple grano, de trigo, por ejemplo, o de otra planta. Igual pasa en la resurrección de los muertos: se siembra lo corruptible, resucita incorruptible; se siembra lo miserable, resucita glorioso; se siembra lo débil, resucita fuerte; se siembra un cuerpo animal, resucita cuerpo espiritual. Si hay cuerpo animal, lo hay también espiritual. En efecto, así es como dice la Escritura: “El primer hombre, Adán, fue un ser animado”. El último Adán, un espíritu que da vida. No es primero lo espiritual, sino lo animal. Lo espiritual viene después. El primer hombre, hecho de tierra, era terreno; el segundo hombre es del cielo. Pues igual que el terreno son los hombres terrenos; igual que el celestial son los hombres celestiales. Nosotros, que somos imagen del hombre terreno, seremos también imagen del hombre celestial.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 55
R/. Caminaré en presencia de Dios a la luz de la vida.
• Que retrocedan mis enemigos cuando te invoco, y así sabré que eres mi Dios. R/.
• En Dios, cuya promesa alabo, en el Señor, cuya promesa alabo, en Dios confío y no temo; ¿qué podrá hacerme un hombre? R/.
• Te debo, Dios mío, los votos que hice, los cumpliré con acción de gracias; porque libraste mi alma de la muerte, mis pies de la caída; para que camine en presencia de Dios a la luz de la vida. R/.
EVANGELIO
Del santo Evangelio según san Lucas 8, 4-15
En aquel tiempo, se le juntaba a Jesús mucha gente y, al pasar por los pueblos, otros se iban añadiendo. Entonces les dijo esta parábola: “Salió el sembrador a sembrar su semilla. Al sembrarla, algo cayó al borde del camino, lo pisaron, y los pájaros se lo comieron. Otro poco cayó en terreno pedregoso y, al crecer, se secó por falta de humedad. Otro poco cayó entre zarzas, y las zarzas, creciendo al mismo tiempo, lo ahogaron. El resto cayó en tierra buena y, al crecer, dio fruto el ciento por uno”. Dicho esto, exclamó: “El que tenga oídos para oír, que oiga”. Entonces le preguntaron los discípulos: “¿Qué significa esa parábola?”. Él les respondió: “A ustedes se les ha concedido conocer los secretos del Reino de Dios; a los demás, solo en parábolas, para que viendo no vean y oyendo no entiendan. El sentido de la parábola es este: La semilla es la palabra de Dios. Los del borde del camino son los que escuchan, pero luego viene el diablo y se lleva la palabra de sus corazones, para que no crean y se salven. Los del terreno pedregoso son los que, al escucharla, reciben la palabra con alegría, pero no tienen raíz; son los que por algún tiempo creen, pero en el momento de la prueba fallan. Lo que cayó entre zarzas son los que escuchan, pero, con los afanes y riquezas y placeres de la vida, se van ahogando y no maduran. Los de la tierra buena son los que con un corazón noble y generoso escuchan la palabra, la guardan y dan fruto perseverando”.
Palabra del Señor.
LECTIO DIVINA
PARA MEDITAR
• La colaboración del hombre. Del conjunto de la parábola se deduce que Dios brinda al hombre gratuitamente la salvación que el Reino aporta; pero tal salvación no se logra de manera automática y fulminante, ni sin la colaboración del ser humano. Queda patente que son dos los factores determinantes de la liberación humana: el primero y fundamental es la iniciativa de Dios, y el segundo la respuesta afirmativa del hombre y de la mujer, a quienes Dios quiere con amor gratuito.
El Señor no se impone al hombre ni violenta su libertad, que Él le dio y respeta en todo momento. Aunque la Palabra de Dios es siempre eficaz porque en todo caso pide respuesta y siempre nos juzga, su eficacia positiva se supedita al querer del hombre, que puede aceptar o rechazar la invitación de Dios. Esa es nuestra responsabilidad, nuestra grandeza y nuestra miseria.
Para que fructifique en nosotros la Palabra del Reino hemos de despojarnos de cuanto la asfixia: superficialidad, oportunismo, inconstancia, afán de riqueza e idolatría del placer, para poder ofrecerle un suelo mullido, con la hondura suficiente y el calor que necesita la simiente para germinar y granar.
• La ley de crecimiento del Reino. La transformación del hombre y de la mujer en creyentes y discípulos de Cristo, en depositarios de la salvación de Dios, en seres renacidos con criterios y actitudes nuevas, se produce de manera lenta y progresiva, como el crecimiento de la semilla del Reino. Esta requiere tiempo y un terreno apto, es decir, el corazón noble y generoso de los que escuchan la Palabra, la guardan y dan fruto, perseverando en las pruebas cotidianas de la vida.
Esa es la ley de crecimiento del Reino que Jesús mismo estableció como regla del juego, sin recurrir a su poder divino para propiciar un triunfo avasallador y fulminante, como esperaban los judíos que sería la salvación mesiánica del Reino de Dios.
Y ese es el estilo paciente y humilde que debe asimilar la Iglesia de Cristo, cada cristiano y cada comunidad, con una actitud de amor y servicio al hermano, en medio de un mundo sumido en la increencia y la inconstancia, el materialismo y el vértigo consumista, la soberbia autónoma y el sentido hedonista de la vida, la violencia y la explotación de los semejantes. Todo eso constituye los condicionamientos negativos que ahogan la semilla del Reino, transmitida por la Palabra de Cristo.
para reflexionar
• ¿Qué clase de terreno somos para la gracia de Dios y la sementera del Evangelio? ¿Cae en nosotros la semilla como en el duro camino? ¿Somos el pedregal en que no puede echar raíces? ¿Desfallecemos en el momento de la prueba? ¿Ahogamos la semilla con nuestros intereses mezquinos? ¿Qué necesitamos para ser la tierra fértil?
ORACIÓN FINAL
Con la fuerza de tu Espíritu libéranos, Señor, de nuestra mezquindad, superficialidad, inconstancia, fiebre consumista e idolatría del dinero y del placer. Así tu Palabra dará en nosotros cosecha de eternidad. Amén.
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